miércoles, 7 de septiembre de 2011

Sentime un poco! (*)

Cuando mi tío Silvio quería expresar su necesidad de ser escuchado, nos agarraba del brazo y con voz fuerte nos decía: “¡Sentime un poco!”. Tal vez en tu familia también tengan algún padre, abuelo, hijo o tío que con esta u otra expresión similar manifiesta su deseo de expresarse. También los pobres, excluidos, olvidados y silenciados demandan nuestra actitud de escucha. Hoy te propongo que reflexionemos sobre la necesidad que todos tenemos de ser escuchados. [1]


     Cuando uno habla, lo menos que exige es silencio. Si además ese silencio es cariñoso y acogedor, mucho mejor. Y para que haya silencio, tenemos que quitar los “ruidos”. No se trata de un silencio neurótico impuesto a los gritos y con un golpe de puño sobre la mesa. Fundamentalmente tenemos que quitar los “ruidos del corazón” que nos impiden crecer en un diálogo sincero. Quitar los ruidos del creernos más… de nuestras manías donde muchas veces queremos que el resto del mundo gire en torno a nosotros.

     Les achacamos a los más jóvenes el ruido de los aparatos de música, y a veces nuestro corazón se convierte también en un gran parlante, que aunque no lo saquemos a la vereda, lo dejamos adentro y nos  aturdimos.

     El silencio para la escucha es muy distinto de la mudez. La mudez es la caricatura del silencio. Es sumamente agresiva: cuando uno se hace el mudo y cuando es silenciado. El marido se enoja con la “jefa” y entonces se sienta a la mesa… come mirando al infinito (de todos modos, come ¿…?; porque una cosa es mudez y otra quedarse sin comer; será maniático pero no estúpido…). Y nosotros también podemos pretender hacernos sentir con la mudez. La mudez anda a los gritos: la madre con el hijo, el esposo con la esposa… y en algunos momentos en casa tenemos verdaderas islas. Nos une la milanesa y el hambre. Nos pasa también a los curas: “anda perdidísimo, pero para el mediodía y a la noche vas a ver cómo sabe para dónde encarar”. ¡Muchas veces nos terminan reuniendo cosas tan triviales! Éste, no es el silencio de la escucha.

     Creo que la gran carencia de este tiempo no es de palabras, al contrario, tenemos “inflación” de palabras. Lo que está faltando es oído, alguien que escuche. No habría tantos problemas de pareja o de padre e hijo, ni tantos problemas sociales e institucionales si en casa nos supiéramos escuchar, y si en la sociedad aprendiéramos a escuchar a los “sin voz” (la voz la tienen, pero casi nadie los escucha… así nos va…).

     Nuestras mudeces y sorderas son a veces de oídos, pero otras de corazón: no ofrecemos el ámbito para que la palabra de los demás ni siquiera se haga presente. Hay corazones a los que uno ni pierde el tiempo en acercarse, porque sabe que va a rebotar. A veces asusta cuando la gente nos dice: “Padre, no lo quiero molestar porque siempre está ocupado”… mmmm … ¡Qué imagen estamos dando, aunque de verdad trabajemos mucho! (de paso te sugiero, quizá puedas resumir un poquito, no se necesitan  diez horas; diez minutos usando bien las palabras pueden hacer bajar la cabeza a cualquier cura).

     Nuestras palabras van a ser elocuentes cuando nazcan del silencio. Cuando el corazón no tiene silencio, desborda de palabras. ¡Cuántas veces la mamá repitió mil veces lo mismo, y ya no se escucha!.

     Jesús es la Palabra de Dios. Para escucharnos y escuchar a la Palabra, pidamos al Señor la gracia del silencio que escucha y de la palabra elocuente, para nuestra familia y para nuestra sociedad.

     Hasta el próximo encuentro.

     Jorge Trucco

[1] Cfr. P. Ángel Rossi sj, El Adviento (I), en Didascalia, Noviembre de 2010.


(*) Artículo publicado en Faro Familiar en mayo de 2011.



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