¡Hola, amigo!
En 1889 se instituyó el "Día Internacional del Trabajador" para perpetuar la memoria de la brutal represión ocurrida en Chicago tres años antes contra los trabajadores que reclamaban por una jornada laboral de ocho horas. Recién en 1954 el Papa Pío XII asumió esta jornada al declarar el 1º de mayo como festividad de San José obrero, aunque en Argentina, el Día del Trabajador se conmemora desde fines del siglo XIX.
Casi siempre, al reflexionar sobre “nuestros trabajos” ponemos el acento en el esfuerzo y el cansancio, sintetizados en el mandato: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente” (Gn 3,19).
No tenemos que olvidar que en la comprensión bíblica el trabajo es ante todo y en primer lugar una participación en la obra creadora de Dios: “El Señor Dios tomó al hombre y lo puso en el jardín de Edén, para que lo cultivara y lo cuidara” (Gn 2,15).
El valor del trabajo reside en el trabajador y no en el trabajo en sí; y por eso el ser humano no puede ser un esclavo del trabajo. Considerado a nivel personal, el ser humano debe trabajar para vivir y no vivir para trabajar, ya que en este caso se haría a sí mismo esclavo del trabajo.
Considerado desde la construcción social, un trabajo indebidamente remunerado es la expresión moderna de la antigua esclavitud. El Papa Juan Pablo II, que el 1º de mayo será proclamado Beato, nos enseñó: “La justicia de un sistema socioeconómico y, en todo caso, su justo funcionamiento merecen en definitiva ser valorados según el modo como se remunera justamente el trabajo humano dentro de tal sistema” (Laborem Exercens 3).
Los que viven de changas, los que trabajan “en negro”, los que trabajan en servicios esenciales para la comunidad, los que trabajan sin remuneración económica, como las amas de casa y muchos más, mañana también tendrán que trabajar. Otros podrán descansar.
Para que todos celebremos el Día del Trabajador de una manera que nos dignifique como personas y como sociedad, comparto esta historia que nos puede ayudar para ahondar en un cuestionamiento que la vida y las circunstancias no dejan de plantearnos: ¿para qué trabajás?
Un día quise ver a mis tres amigos, que trabajaban en una obra de construcción cerca de mi casa. Hacía mucho tiempo que no los veía, así que no sabía qué era de sus vidas. Casi a la entrada, en una postura de comodidad, me encuentro al primero.
-«¡Qué alegría verte!», le dije, mientras le daba un fuerte abrazo. «¿Cómo van las cosas?»
-«Aquí ando, trabajando como un burro, ya me ves. No veo la hora de terminar para irme a casa».
Doy tan sólo unos pasos y allí, en un andamio, a escasos metros del suelo, encuentro al otro viejo amigo.
-«¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Cómo te va?»
-«Ya ves. Las vueltas que da la vida. Hay que hacer algo, ¿no? Hay que ganar el pan para los hijos. Es ley de vida».
Levanto la vista y allá arriba, en una postura de difícil equilibrio, veo a mi otro amigo. Sintió una enorme alegría al verme y, con una gran sonrisa y una voz potente, me preguntó cómo me iba, y cuándo podríamos vernos con más tiempo. Y para terminar, me dijo:
-«Aquí estoy haciendo un escuela bonita, bonita, bonita... ¡ya verás qué linda escuela!».
“Que cada cual se fije bien de qué manera construye” (1 Co 3,10).
¡FELIZ DÍA DEL TRABAJADOR!
Hasta el próximo encuentro.
Jorge Trucco
(*) Artículo publicado en Faro Familiar en abril de 2011.
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